viernes, 8 de marzo de 2013

El instante en que supe que M. G. era M. G.

No sé mucho de M. Es alumna de 1º de Bachillerato de Humanidades y compartimos un aula de unos 60 metros cuadrados con otros 27 compañeros tres horas a la semana. Soy su profesor de Filosofía. Nunca antes fui su profesor en la ESO y sólo la conocía de vista. Tampoco había hablado con ningún compañero sobre ella, ni antes de este curso ni, aunque pueda resultar sorprendente, en el transcurso del primer trimestre (lo que dice poco del nivel de trabajo concertado, coordinado, en los centros de enseñanza). De modo que no tenía de ella juicios previos y lo que sé de ella lo sé a partir de la observación que de su comportamiento en la materia de Filosofía he ido realizando en estos meses: de sus escritos (literarios y filosóficos) publicados en el blog filosófico, de sus intervenciones en clase, de sus silencios y sus escuchas, etc.

M. es participativa y cuando interviene lo hace de un modo maduro, lo que es poco corriente, asegurándose de que lo que va a decir añade algo, aporta novedad, enriquece el diálogo. Se expresa con corrección, tiene un dominio del lenguaje oral por encima de la media de los chicos de bachillerato, y muestra además dominio de los componentes no verbales de la comunicación, mantiene contacto visual con el grupo y sabe utilizar el lenguaje gestual. Le gusta el rap y lo utiliza con bastante asiduidad para establecer vínculos, asociaciones, entre su experiencia en el aula de filosofía (algún problema filosófico, alguna idea o concepto, la posición manifestada por algún compañero a propósito del debate mantenido en el aula, etc.) con algún fragmento, algún verso, escondido en esos raps que escucha. Es decir, se atreve a realizar una tarea que es condición de posibilidad de todo verdadero aprendizaje, y que aunque pudiera parecer sencilla, por natural, es bastante poco común: establecer conexiones entre lo académico y el mundo de vivencias que la conforman. Domina la escritura: en los textos literarios que ha producido para el Taller de Filosofía y Literatura que tenemos en marcha no sólo ha demostrado que entiende la diferencia entre la presencia o la ausencia de una coma en un trozo de texto, sino que es cuidadosa con el lenguaje, con la estructura de la narración (se nota que hay un esfuerzo por encontrar la forma adecuada). Esos mismos textos me permiten además inferir en M. una cierta sensibilidad hacia la belleza. Por último, como M. parece ser muy consciente de su singularidad, es sensible a la diferencia, a la otreidad: M. es respetuosa con sus compañeros. Los escucha, los atiende, y ellos la quieren. Esto es lo que puedo decir de M. Es mi percepción.

Bien. Dos días antes de la primera evaluación, la última semana de diciembre, M. se interesó por la nota que tendría en Filosofía. No le dije que tendría un 7, pero le indiqué que tendría una nota por debajo de sus posibilidades.

En la Junta de Evaluación del grupo de M. hubo algunos momentos en que, digamos, puse el piloto automático. Nos reunimos en la Biblioteca y me senté junto al ventanal que da a la puerta de entrada del centro. Recuerdo que reconocí a T., un viejo alumno al que no veía desde hacía un par de años. Lo estuve observando un rato, absorto, mientras la reunión proseguía. En mi mente, las palabras de mis compañeros se convirtieron en ruido de fondo que acompañaron mis esfuerzos por recordar mi pasado con T. Cuando volví a la realidad compartida, al sueño de todos, algunos de mis compañeros hablaban sobre una alumna. Todos en la misma línea. Sus comentarios sobre ella estaban cargados de fatalismo.  Pregunté a mi compañera de la izquierda. “Hablamos de M. G.”, me indicó. Como no sé los apellidos de mis alumnos y hay más emes en el grupo, busqué su foto en el programa PAPAS y...”¿M.? ¡No puede ser!”, pensé. Llevé mi mirada a la fotocopia del acta de evaluación que tenía delante: un 3, un 4, otro 3, otro más, y otro, y luego dos suficientes y el 7 en Filosofía. Ahora bien, no eran tanto los suspensos, esa serie de notas pésimas en la que resaltaba el 7, como los comentarios de mis compañeros los que realmente no se ajustaban lo más mínimo a la percepción que yo tenía de M.: “que ya se le avisó de que no hiciera bachillerato”, “que no se atendió al informe negativo de orientación”, “que había hecho una mala elección de materias”. Luego he sabido que su Consejo Orientador de final de la ESO desaconsejaba el Bachillerato.
Fue el instante en que supe que M. G. era M. G.

Hablé con ella para trasmitirle mi sorpresa por sus notas. Me dijo que no estudiaba lo suficiente, que no se preparaba los exámenes y que ni siquiera se preocupaba de hacer chuletas un par de horas antes, como otros hacían (también esto último le producía pereza).

Desde luego, M tiene un problema que espero pueda resolver. Se trata de un problema de adaptación a una institución que no le interesa. Conozco a gente como M que finalmente no sobrevivió a la escuela. Pero entiendo que nosotros, profesores, pedagogos del centro donde estudia M., también tenemos un doble problema: por un lado, es evidente que no atendemos adecuadamente a alumnos como M., alumnos singulares, y corremos el riesgo de convertirlos en lo que llamo alumnos menguantes (el paso por la escuela los empequeñece); por otro lado, lo que he relatado a propósito de M. denota una incompetencia que asusta y nos hace pensar en la propia utilidad de la escuela. Veamos, el hecho de que M. sea una perezosa no es suficiente para explicar lo sucedido. Es posible, estoy seguro, que las notas de M. son merecidas, en el sentido de que se ajustan a un sistema de calificación pensado, programado y hecho público (un sistema de calificación, por otra parte, conocido por M. y al que no ha sido capaz de adaptarse por el momento). Ahora bien, ese sistema de calificación no ha servido como sistema de evaluación porque, por un lado, se ha mostrado incapaz de revelar ciertas virtudes de M., tanto actitudes como habilidades, que no poseen muchos de nuestros alumnos adaptados y, tampoco, un buen número de estudiantes universitarios; y, por otro lado, tampoco ha revelado los defectos, los límites, del propio sistema de calificación. Un buen sistema de evaluación debería incluir la evaluación del propio sistema.
Nos toca decidir si haremos algo, aunque ahora soy pesimista. No creo que el curso que viene sea distinto a este en lo sustancial. No confío en que un suceso como el que relato nos empuje a ofrecer una respuesta pedagógica coordinada. No vamos a hacer nada. Ni siquiera preguntarnos de vez en cuando qué estamos haciendo. Y hacerlo juntos. Reproduciremos sin esfuerzo el curso anterior, es más sencillo. Y entonces, unos y otros, alumnos y profesores, volveremos al centro sin vivirlo, ocuparemos las aulas sin hacer escuela, volveremos a usar palabras que no nos digan y formularemos preguntas que no nos interroguen.  

Amartya Sen y Martha Nussbaum defienden que en la “sociedad moderna, nuestras capacidades emocionales y cognitivas se desarrollan de modo errático; los seres humanos son capaces de mayores realizaciones que las que les son permitidas por las escuelas, los lugares de trabajo y las organizaciones civiles y políticas”. El punto de vista de Sennet (autor de Juntos, de donde extraigo las citas) coincide con las ideas de Sen y Nussbaum: “las capacidades de la gente para cooperar son mucho mayores y más complejas de lo que las instituciones permiten”.

¿Seremos nosotros capaces de agotar nuestras posibilidades de cooperación trascendiendo los límites que la institución en la que trabajamos nos impone? ¿Cómo hacer para cooperar nosotros, tan diferentes?

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