domingo, 13 de noviembre de 2011

Alumnos, paraguas y los Monty Python


Llego al Departamento de Orientación en el segundo recreo del día, territorio de unos treinta metros cuadrados que voy colonizando poco a poco y que me sirve a modo de cabina de descompresión. Allí me desinflo, me permito hacer el payaso e introducir un poco de caos en la ordenada jornada laboral de mi compañero Sergio. Discuto, amablemente y con velocidad, con Sergio, Jesús y Santiago, mis tres anfitriones. Lo hacemos esta vez sobre el lenguaje y su uso y de cómo sentimos que la elección de ciertas palabras en lugar de otras nos sitúan en una determinada categoría social. Como los paraguas y los adolescentes, añade Santiago, escritor cuando no enseña, muy fino cuando se trata de establecer analogías. De hecho, acuerda Jesús, el uso del paraguas es uno de los mejores criterios para establecer el grado de maduración de un individuo. Y entonces hubo más ocurrencias. Del rechazo del uso del paraguas por parte de los adolescentes al rechazo de la lectura. Y así Rafael Reig, y la prohibición de la lectura como antídoto, y luego Pennac y sus derechos del lector, y más tarde los Monty Python. “¿Recordáis aquella escena de El sentido de la vida -toma la palabra de nuevo Santiago, excitado y brillante como cuando cree haber encontrado alguna verdad- en que un grupo de alumnos esperan en un aula la llegada del profesor, y sólo cuando saben que está a punto de entrar comienzan a hacer el cafre?”. Santiago termina de narrar la escena mientras yo trato de rescatarla de mi memoria. Educación sexual, clase práctica. Reímos. Los individuos, en la escuela, se comportan de acuerdo con el rol que les tocó. Desde luego lo hacen los alumnos, cuyo comportamiento es puramente reactivo. Pero también es propio de muchos profesores, que juegan a ser profesores (y es muy ridículo). 

Me pareció, también, que servía de caricatura perfecta de ese tipo de alumnos indolentes, impasibles, desinteresados, insensibles a no importa qué tipo de estímulos externos, sobre todo si provienen de la escuela. Ahora bien, la cuestión es que esos mismos alumnos sin curiosidad fueron en su día seres cargados de vida, de avidez, de ganas. Entonces, y esta es la pregunta relevante que nos debemos hacer como docentes (y como padres, y como adultos), ¿qué hicimos mal?. 




“Es un hecho notoriamente reconocido y comentado que los niños desde edad muy temprana y cuando empiezan su educación formal en los jardines de infancia son muy vivos, curiosos, imaginativos e interrogativos. Durante un tiempo retienen estos maravillosos rasgos. Pero gradualmente van declinando hasta convertirse en sujetos pasivos. Para más de un niño, el aspecto social de la escuela -es decir, estar junto a sus iguales- es una gran oportunidad. Los aspectos educativos, en cambio, suelen ser una prueba espantosa.”
“¿Cómo podemos explicarnos que la potencia intelectual de la infancia no se extinga en las circunstancias adversas del cuidado familiar mientras que sea frecuente su agotamiento en las planificadas condiciones escolares del aula?”
“Los niños gradualmente descubren que dicho ambiente raramente es apasionante o retador. Todo lo contrario, declina el capital de iniciativas, de invención y de reflexividad que ellos traen a la escuela. Ésta explota sus energías y los devuelve a casa disminuidos. Al cabo del tiempo, los niños se dan cuenta de que la escuela les enerva y desespera más que animarlos o provocarlos intelectualmente. En resumen, la escolarización, en contraste con el hogar, provee escasos incentivos intelectuales. La consecuencia inevitable es un descenso de los intereses de los estudiantes.” (M. Lipman, Pensamiento complejoy educación, págs. 50 y 51).

Experimento como problema, de manera cada vez más acusada, el hecho de que los alumnos no sientan el aula como un espacio de libertad. De hecho, estoy convencido, es posible que los alumnos experimenten mayor libertad en cualquier otro sitio y en cualquier otro momento. Desde luego, muestran mayor naturalidad y espontaneidad en los pasillos, en el patio, en la cantina, en la calle, en el parque, jugando al fútbol, comiendo con sus padres... Y mayor grado de actividad, de creatividad. Este problema se convierte en un verdadero obstáculo desde el momento en que decido hace unos años romper con un estilo de enseñanza que se fundamenta, desde el punto de vista metodológico, en la transmisión de conocimientos (también de valores, de actitudes).

Para el niño, le leí hace poco a Brenifier, asistir a la escuela es una actividad alienante. Pero además, añado, cuando son ya adolescentes la experimentan de ese modo. Creo que conseguir una atmósfera de libertad en el aula es una condición previa, necesaria, para el ejercicio de la filosofía en la misma.  Problema: ¿cómo hacer para transformar el aula en un espacio donde los alumnos se sientan libres? ¿cómo revertir la situación? ¿o acaso forma parte de la naturaleza de las cosas?, como sugería Santiago cuando recordaba aquella escena de El sentido de la vida.

En el camino de respoder:
Resumo y comento, para iniciar este camino, algunas partes de un artículo de Nicole Grataloup aparecido en abril de 2005 en Cahiers pédagogiques, titulado Six principes et leur mise en oeuvre.

Antes de abordar un tema y para enfrentarse al mismo, se exige invitar a los alumnos a que sean ellos los que planteen las cuestiones que les parezcan pertinentes y ayudarles a formular las preguntas de la forma más precisa posible. Se trataría de que sean los propios alumnos (desde su mundo, desde su situación) los que hagan el filosófico ejercicio de problematizar, crear problemas, transformar un tema en un conjunto de problemas, incorporando de esa forma sus miradas al presente del aula. Y si además, como indica Grataloup, nuestra pretensión como docentes es, al menos en parte, que los alumnos aprendan a tomar una distancia crítica de su propio pensamiento (actitud filosófica esencial), entonces se hace necesario que los alumnos formulen sus opiniones, las confronten con las de los demás y así, una vez desligados de ellas, poder examinarlas, medirlas, pensarlas, para eventualmente, modificarlas o deshacerse de ellas.

Terminar con la postura socrática de alumbramiento de los espíritus en la que el maestro-Sócrates mediante hábiles preguntas (utilizando su magia), libera a cada alumno de sus errores, de sus malos hábitos, de sus equivocadas maneras. Más bien al contrario, transformar la clase en una comunidad de trabajo y de investigación y concebir el trabajo en el aula como una búsqueda conjunta en aras de la resolución de un problema. Hacer esto pasaría por proponer problemas;  invitar a los alumnos a iniciar la búsqueda en grupos;  facilitarles textos que les ayuden a resolver el problema; obligarlos a que planteen soluciones al problema formulando hipótesis; promover el debate; descubrir entre todos las ideas, pensamientos y concepciones del mundo presupuestas en las soluciones ofrecidas o en los problemas planteados, etc.

“[...] el socratismo es una forma perfeccionada del atontamiento. Al igual que todo maestro sabio, Sócrates pregunta para instruir. Ahora bien, quien quiere emancipar a un hombre debe preguntarle a la manera de los hombres y no a la de los sabios, para ser instruido y no para instruir.” Jacques Rancière, El maestro ignorante. p. 20
 
Esta debería ser la primera consigna para los alumnos: que sean capaz de romper con el principio de autoridad. Los alumnos de los que más aprendí fueron aquellos que se relacionaban críticamente conmigo.







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